Respira el aire marino mientras camina por la riera asfaltada.
Sus pasos resuenan en medio del silencio que son de madrugada.
Siete campanadas espatan a las palomas que reposan en el tejado de la iglesia.
Irene las ve volar mientras piensa: ¡qué bella és la vida!
La playa limpia y desierta como campos de labranza -son las huellas de la máquina barredora.
La arena, aun fria, cruje bajo sus pies descalzos que se dirigen en diagonal hacía la orilla.
A su derecha -junto a las rocas- un grupo de gaviotas la ven llegar y se repligan silenciosas
sobre la arena húmeda. Sus perfiles la miran recelosas. Irene siente cierto temor ante la
frialdad de aquellos ojos azules. Decide guardar distancias y coloca su toalla verde cerca de la orilla.
El viento sopla fuerte y aún no ha salido el sol.
El mar se presenta como a ella le gusta: con olas de alzada que la izarán hasta su cresta y luego la bajada...
Baño de espuma
sutil cosquilleo
bajo la ola
sutil cosquilleo
bajo la ola
Se adentra en el mar hasta las bollas amarillas. El agua fria la fortalece y anima. Su respiración
acompasada la sumerge en un estado de bienestar y siente la unidad de su espíritu hecho agua.
No és el cansacio lo que la hace volver. Un centenar de gaviotas planean sobre su cabeza, con no,
muy buenas intenciones a juzgar por el griterio estridente que la hace extremecer y nadar todo
lo rápido que las olas le dejan. El pánico la ahogaba y tragó mas agua de la debida haciéndola toser.
Por fin, una ola enorme la atrapó en su remolino de espuma y arena, y la arrojó como una piltrafa
cerca de la orilla, pero aun tuvo que luchar y gatear contra la ola que en su regreso la succionaba
mar adentro.
Ya de pie, temblando por la fuerza ejercida, se quitó la maraña de pelo y arena que tapaban sus ojos,
y pudo ver a las gaviotas sonrosadas, volando hacia el sol naciente.